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Nuestro satélite tuvo un nacimiento violento. Gracias al estudio de las rocas traídas por las misiones Apolo sabemos que la Luna se formó como resultado de una titánica colisión entre la joven Tierra y un protoplaneta del tamaño de Marte. Los astrónomos bautizaron a ese protoplaneta con el nombre de Theia, madre de la diosa Selene.

La colisión entre Theia y la Tierra expulsó una gran cantidad de rocas al espacio. Si pudiéramos viajar a aquella época –hace 4.500 millones de años–  veríamos a nuestro joven planeta adornado con unos majestuosos anillos. Los escombros orbitales se fueron acumulando para dar lugar a una incipiente Luna, a medida que esta crecía más y más, los objetos impactaban contra ella depositando grandes cantidades de energía en forma de calor. El resultado: un océano de magma de tamaño planetario.

El siguiente capítulo de la historia de nuestro satélite se produjo hace 3.800 millones de años. La danza cósmica de los gigantes gaseosos del sistema solar produjo una alteración en las órbitas de una gran cantidad de asteroides. Este desequilibrio desencadenó en lo que se conoce como el Bombardeo Intenso Tardío. Una gran cantidad de rocas espaciales se precipitaron contra los cuerpos del sistema solar interior. Esa época dejó su huella en la superficie lunar en forma de grandes cuencas de impacto que posteriormente fueron rellenadas por grandes cantidades de lava. Esas grandes extensiones de lava, al enfriarse, formaron los mares que observamos hoy en la cara visible.